miércoles, 11 de agosto de 2010

El chico de la bicicleta

María siempre salía de su casa a las 8.20 de la mañana y se dirigía a la parada del autobús. Iván dejaba la casa de sus padres a las siete y media y recorría varios kilómetros hasta llegar al taller donde llevaba trabajando cuatro meses. Había un paso de peatones que ambos cruzaban todas las mañanas y en ese preciso momento se observaban. Siempre lo hacían hasta que sus miradas coincidían y uno de ellos rehuía los ojos del otro. Llevaban direcciones opuestas. Algunos días cuando Iván se retrasaba unos minutos, eso hacía que se encontrasen delante de la parada donde ella tomaba el autobús. Y ella no solía percatarse que Iván pasaba por detrás, observándola y deseando que ella se diese la vuelta para intercambiar, de nuevo, aunque fuesen un par de segundos, sus miradas.
María trabajaba en la casa de unos señores. Había dejado Argentina hacía varios años, buscando un presente mejor y dejando a sus dos hijos allá en la distancia. Cada día que veía a Iván, no podía evitar pensar en su primogénito, pero el sentimiento que tenía hacia ambos era muy distinto. María llegaba a su trabajo a las nueve de la mañana y allí permanecía doce horas. Los señores le daban una hora para el almuerzo pero nunca salía para comer.
Iván había dejado sus estudios por falta de motivación y de buenos resultados y sus padres le habían exigido buscar un trabajo si no iba a continuar con su formación. En el taller desde el principio lo habían tratado bien, era un chico despierto y aprendía rápido. La mecánica le parecía mucho más interesante que tener que estudiar latín, o leerse a Platón, o aprenderse la lista interminable de los verbos irregulares. Cada día que veía a María, se acordaba de Alicia, la mujer que le había cuidado de pequeño. Las dos tenían el mismo pelo negro, los mismos ojos de mirada dulce y cristalina y una sonrisa noble que hacían intuir a cualquiera que las viese, las buenas personas que había tras esa fachada de simpatía y cordialidad.
María estaba apunto de cumplir los cuarenta y cuatro años y todos los días se preguntaba cuándo el chico de la bicicleta tendría el valor y el arrojo de saludarla. A Iván le faltaban meses para cumplir la mayoría de edad y no encontraba el momento de saludar a la mujer de tez morena, hasta aquel día que la pobre tropezó y se calló de bruces contra el suelo. La bolsa que llevaba se rompió y todas las naranjas salieron desperdigadas por la acera. Iván dejó por un momento su bicicleta, le preguntó si se encontraba bien y fue recogiendo una a una todas las naranjas. A María no le importó caerse, ni retrasarse en su trabajo, hasta se olvidó por unos instantes del dolor en sus rodillas y manos, porque por fin iba a descubrir el nombre del chico de la bicicleta.

2 comentarios:

  1. Qué bonito! Y como es habitual en tí, tan visual, tan de cine. Clap clap clap!!

    Orange Kisses

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  2. Gracias Teo. Tengo que enseñarte el otro relato que leí aquel dia despues de cenar en la Biznagas Tapas.

    Besos de chocolate.

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